y sombreros. Y después, andando el tiempo, los llamaron cristianos. Decían que habían venido del cielo, los vestidos que traían decían que eran pellejos de hombres como los que ellos se vestían en sus fiestas. A los caballos llamaban venados y otros tuyzen, que eran unos como caballos quellos hacían en una su fi- esta de Cuyngo, de pan de bledos, y que las crines que eran cabellos postizos que les ponían a los caballos. Decían al cazonçi, los indios que primero los vieron, que hablaban los caballos, que cuando estaban a caballo los españo- les, que les decían los caballos por tal parte habemos de ir, cuando los espa- ñoles les tiraban de la rienda. Decían que el trigo y semillas y vino que habían traído, que la madre Cuerábaperi se lo había dado cuando vinieron a la tierra. Cuando vieron los españoles, cuando vieron los religiosos, con sus coro- nas y ansí vestidos pobremente y que no querían oro ni plata, espantában- se y, como no tenían mujeres, decían que eran sacerdotes del dios que había ve- nido a la tierra y llamábanlos cúritiecha, que eran sus sacerdotes que traían unas guirnaldas de hilo en las cabezas y unas entradas hechas. Espantábanse cómo no se vestían como los otros españoles y decían: "Dichosos éstos que no qui- eren nada". Después, unos sacerdotes y hechiceros suyos, hiciéronles en creyen- te a la gente, que los religiosos eran muertos y que eran mortajas los hábi- tos que traían, y que de noche, dentro de sus casas, se deshacían todos y se que- daban hechos huesos y dejaban allí los hábitos y que iban allá al infierno donde tenían sus mujeres y que vinían a la mañana. Y esta ironía duró- les mucho, hasta que fueron más entendiendo. Decían que no morían los españoles, que eran inmortales. También aquellos hechiceros hiciéron- les en creyente, que el agua con que se bautizaban, que les echaban en- cima las cabezas, que era sangre y que les hendían las cabezas a sus hijos y por eso no los osaban bautizar, que decían que se les habían de morir. Lla- maban a las cruces Santa María, porque no habían oído la dotrina, y tenían las cruces por dios, como los quellos tenían. Cuando les decían que habían de ir al cielo no lo creían y decían: "nunca vemos ir ninguno." No creían nada de lo que les decían los religiosos, ni se osaban confiar dellos. De- cían que todos eran unos, los españoles y ellos. Pensaban que ellos se habían nascido ansí, los frailes, con los hábitos, que no habían sido niños. Y duróles
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