poníanse a las puertas de aquellas casas los sacrificadores y colgaban allí sus calabazas, a las entradas de las puertas, y iban los sacerdotes que llevaban los dioses a cuestas y tocaban sus cornetas en los qúes altos y a la media noche, mi- raban una estrella del cielo y hacían un gran fuego en aque- llas casas de los papas y ponían unas rajas cerca de aque- llos fuegos y allí ponían sus calabazas. Y venía aquel sacer- dote llamado hirípati y llegábase al fuego y tomaba de a- quellas pelotillas de olores y hacía la presente oración al dios del fuego: "tú, dios del fuego, que aparesciste en medio de las casas de los papas, quizá no tiene virtud esta leña que habemos traído para los qúes, y estos olores que teniemos aquí para darte. Rescíbelos tú, que te nombran primeramente mañana de oro, y a ti Vréndequavécara, dios del lucero, y a ti que tienes la cara bermeja. Mira, que con grita trujo la gente esta leña para ti". Acabada esta oración nombraba todos los señores de sus enemigos, por sus nombres a cada uno, y decía: "tú, señor, que tienes la gente de tal pueblo en cargo, rescibe estos olores y deja algunos de tus vasallos para que tome- mos en las guerras". Y ansí nombraba los sacerdotes y sacri- ficadores de los pueblos de los enemigos, que decían que éstos tenían la gente puesta sobre sus espaldas. Y ansí nom- braba todos los señores, empezando desde México y por todas las fronteras, y acabando ésta su oración que duraba mucho, llegábanse los otros sacerdotes y sacrificadores a a- quellos fuegos, que los levantaba el primer sacerdote que hacía la oración, que estaban durmiendo, y poníanse to- dos en las manos aquellas pelotillas de olores y entonces hacían
|